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La Bocho

"Patrimonio"; ilustración de Rogelio Silva 

La Bocho tenía ya 35 años y no podía atar los cordones de sus zapatos. Cuando tenía 16 y había tenido suficiente con el hastío de no poder hacerlo, empezó a usar botas con velcro. El problema para la sociedad es que casi todas eran botas de mujer, pero a La Bocho no le importaba eso.

 

Ella iba sin falta a su entrenamiento de fútbol americano en las canchas de su escuela, donde habían muchos golpes, tacleadas, roces… le gustaba todo ese paquete, se convenció de que no hay lo uno sin lo otro. Por supuesto, su entrenador decidió ser un partícipe más del cliché del hombre cincuentón, con el abdomen marcado y la voz profunda, que se dedica a hacerle saber a los jóvenes lo inútiles que son sin músculos; cuando notó que la presencia de La Bocho –conocida en ese entonces como Daniel- lo comenzaba a incomodar, simplemente soltó un pitido largo desde su silbato mientras levantaba su brazo apuntando hacia la salida del campo de juego. Pero ella no se dejó vencer, así que con toda la dignidad que ya la caracterizaba, escupió en el velludo pecho desnudo del entrenador, dio un giro digno de pasarela de modelaje y caminó hacia la salida. “Algún día vas a querer este cuerpecito, papi” fueron las últimas palabras que se escucharon de ella en el recinto deportivo.

 

Cuando era joven, La Bocho no tenía un cuerpo escultural, parecía más bien un muchacho delgaducho, con rostro afilado y unas cejas de envidia, sin embargo ella sabía cómo sacar provecho de lo que tenía. Como vivía con su abuela, era común que estuviera por las calles todo el día, paseándose mientras lucía su nueva ropa, sus nuevos lentes de sol comprados en tiendas de segunda mano, rotos, manchados, pero que a La Bocho se le veían de maravilla. La gente la miraba intentando descifrar si la persona a quien veían era hombre o mujer; La Bocho se sentía soñada por tantas miradas sobre ella, eran sus momentos de gloria.

 

Cuando su abuela falleció, La Bocho sintió que se la comía el mundo. Tan joven y con su educación truncada, gastó el dinero de la herencia para operarse el pecho y ponerse unos implantes de senos; entonces, comenzó a prostituirse. Ahí se ganó el nombre de La Bocho, cuando uno de sus clientes, montado en un bocho amarillo, la llevó a una brecha a las afueras de la ciudad y abuso de ella de una manera tan brutal que La Bocho no apareció por su lugar de trabajo en varios días, hasta que sus compañeras de esquina la vieron de nuevo, avanzando por la calle hacia ellas, aun cojeando, aun con un derrame en el ojo izquierdo, pero sosteniendo bien fuerte la bolsa CLOÉ que se compró con el dineral que el fulano le había dejado tirado junto a ella, a la mitad de la brecha.

 

La Bocho no estaba tan sola en el mundo. Tenía un amigo, Ramiro, un chamaquito de quince años que empezaba a descubrir la sexualidad con la mente de un adolescente dotado de mucha inteligencia pero sin amigos. Se conocieron cuando él, habiendo ahorrado durante un mes, consiguió el dinero suficiente para conseguir una cita con La Bocho, ya para ese entonces famosa en la ciudad. Ramiro quería perder la virginidad antes de que sus compañeros empezaran a burlarse de él; el problema fue que no sabía que La Bocho, aunque tenía senos, conservaba su pene, por lo que el muchacho se negó a seguir con la clase-muestra. Sin embargo, terminaron la hora hablando sobre cómo realizar el acto sexual de mil y un maneras, de tal forma que el dinero invertido por Ramiro no fue del todo perdido. A partir de ahí, ambos forjaron una amistad como de hermana y hermano. Se encontraban de vez en cuando en un callejón junto a una cafetería, donde a La Bocho le gustaba tomar y fumar marihuana mientras Ramiro solo se dedicaba a hacerle preguntas respecto al cuerpo y al sexo, pateando latas o raspando con un metal los ladrillos desgastados de la pared.

Casi siempre La Bocho terminaba dándole el mismo sermón:

– Rami, papi, tú sigue estudiando o serás como yo, ¿me ves? Hermosa, pero solo eso. Tú no te dejes, estudia. ¿Sabes qué me habría gustado estudiar a mí? Criminología. Pero me apendejé, ¿ves? Soy prostituta, papi ¿quién no quiere coger por dinero? Ya sé. Pero yo quiero formar una familia, ¿sabes?

 

Y se le hizo realidad su deseo: un día, estando totalmente drogadas terminó metiéndose con María, otra prostituta, a quien embarazó sin querer. A los ocho meses, La Bocho tenía a un ser humano en sus brazos y a la madre del bebé muerta por el parto insalubre que tuvo, en la calle, enferma de neumonía y la basura rodeándola como un pesebre donde el hijo de María y La Bocho dio su primer llanto; y un anuncio luminoso, como la hermosa estrella de Belén, pedía a gritos que los transeúntes vieran las promociones que mostraba y no la incómoda escena que tenía lugar debajo de éste. La Bocho pasó muchos meses sin ponerle nombre al bebé, lo amaba con toda el alma y no quería que pasara por las desdichas que ella pasó, no quería que su nombre fuera Daniel. Meses después se decidió por llamarlo Alexis.

 

Hay una fotografía de La Bocho, en ella se la ve divina, en su uniforme de trabajo como Orientadora en el reclusorio de su ciudad. En el gafete que cuelga cerca de su hombro izquierdo puede leerse únicamente su apellido y una pequeña descripción de su ocupación: “Garza. Reinserción social”. Junto a ella, Alexis, de aproximadamente 6 o 7 años, sin los dos dientes frontales, sacando la lengua a través del espacio vacío y haciendo bizcos de manera burlona mientras su madre lo abraza. El niño usa un uniforme de taekwondo, y en sus manos sostiene un diploma de primer lugar en aprovechamiento escolar. Es el primer cuadro que se ve al entrar a la casa de La Bocho.

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