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Travesía Medular
Quimera
Sin título; ilustración de Rogelio Silva
Empezó con un sonido peculiar, como cuando nadas en el río cerca de la corriente y puedes escuchar las burbujas de aire rompiéndose bajo el agua, pero en ese momento estabas en tu cama, y las burbujas parecían estar dentro de tu cabeza.
Sentiste la primera un día, mientras te cepillabas ese cabello tan largo y sedoso que todo el mundo te halagaba y que tú cuidabas con tanto esmero. La textura era peculiar: en la parte posterior de tu cabeza tenías una bolita pequeña, que cada vez que tocabas, te dejaba un tinte rojo en los dedos.
De nada servía intentar quitarla, la protuberancia estaba unida a ti. Lo más que lograste quitar fueron unas patitas tan diminutas que apenas eran visibles. Esas patitas eran la única prueba de que lo estabas sintiendo era real, porque todos a tu alrededor se empecinaban en decirte que no tenías nada.
Por eso, aunque insegura, salías a la calle y hacías tus actividades cotidianas con eso en tu cabeza, confiando a medias; con miedo de escuchar de pronto un grito de espanto de la señora que se sentó detrás de ti en el camión; temiendo que cuando los niños del parque te miraban fijamente era porque podían ver lo que tenías.
Pudiste haber dejado eso ahí quién sabe por cuánto tiempo, de no ser porque en las noches, el sonido de las burbujas del río -que estabas convencida de que estaba relacionado con la bolita- se manifestaba. Al principio no era molesto, al contrario, te ayudaba a conciliar el sueño; pero cada día el sonido se hacía más fuerte. Después de varias semanas, el ruido de las burbujas era insoportable.
Lo probaste de todo: agua caliente, aceite, alcohol, agua con limón, shampoo para perros, acercarte al fuego, vaselina, esmalte de uñas… el grumo no se iba, y, en cambio, tú comenzaste a perder el pelo. Tu familia, tus amigos, nadie entendía por qué te hacías daño por estar obsesionada en quitar algo que no estaba.
Tu límite llegó cuando un día, corroborando que la compañía seguía ahí, descubriste dos masas pequeñas más, cerca de la primera. Entonces fuiste al baño y tomaste primero las tijeras y después la maquinilla de afeitar de tu hermano, y realizaste la masacre.
Sin tu cabello, sería imposible que los demás no vieran lo que tenías. Tú también sentiste emoción por ver por primera vez a eso que te había estado acompañando en los últimos meses. Corriste al cuarto de tu mamá y tomaste su espejo del buró mientas ella salía corriendo detrás de ti, gritando tu nombre, preguntándote qué habías hecho.
Al llegar al baño, te pusiste de frente al espejo del lavabo y colocaste el espejo de tu mamá detrás de tu cabeza, buscando el ángulo perfecto… pero no encontraste nada: ni bolitas, ni cabello, ni siquiera un pequeño rastro de sangre que te diera esperanzas de que alguna vez hubo algo ahí.